
Desde pequeño sentía cómo todo giraba en torno mío,
excluyéndome yo mismo de participar en las cosas que
los demás hacían, creyendo que debía ausentarme y ser
simplemente un observador que juzgara cada movimiento
que se producía a mi alrededor. Yo mismo creé un mundo
aparte, sólo mío, donde todo lo que existía eran sueños y
utopías. Todo y todos los que me rodeaban hacían y
pensaban lo que yo deseaba. Aunque la realidad fuese
todo lo contrario, no importaba. Si ocurría algo que no
cuadraba con mi gran sueño, yo lo rechazaba y lo
enterraba. Al enterrarlo creía que desaparecía, pero
ahora, con 18 años, descubro que todos esos cadáveres de
ideas inservibles y de acontecimientos reales no están
muertos ni enterrados, sino vivos y golpeándome el
corazón, pidiendo a gritos a mi alma una salida. Al crear
un mundo aparte, lo único que hacía era apartarme de mí
mismo, ya que yo sí quería participar y formar parte,
pero el
MIEDO, ante todo el
MIEDO a mostrarme tal
como era, me paralizaba y lo transformaba en
autosuficiencia y autocompasión por mi incapacidad de
abrirme y mostrarme vulnerable. Era un niño chistoso,
inteligente, hiperactivo... pero ante todo y sobre todo,
veedor de fantasmas. Mi mente iba de un lugar a otro,
de una persona a otra, sin detenerme a pensar;
solamente mirando, observando y eligiendo, como quien
elige flores para su jardín y rechaza otras tantas,
sencillamente por su color, tamaño o forma. No miraba el
contenido ni el interior, porque era incapaz de hacerlo.
Sencillamente no podía, y cuando lo hacía, el dolor era tan
grande que aprendí una técnica para no dejar que aquello
que era tan claro y real me hiriese. Rechazaba, negaba
todo lo que simplemente no me agradaba. Escapaba con
una habilidad aprendida desde guagua por mí mismo, mi
primer impulso creado por mí:
la evasión. Era un buen
niño y ejemplar quizás, pero por dentro era lo opuesto a
lo que aparentaba ser. Todo, excepto ese aislamiento que
resultaba obvio, y que dio la voz de alarma. Crecí
rápidamente. Con los años leí el Antiguo y nuevo
Testamento. Mi cabeza ya buscaba una diferenciación, una
forma de hacerme notar, la única forma que tenía de
expresar mi joven dolor aún tierno y sereno. Dejé de ser
niño demasiado pronto para convertirme en un pequeño
cuerpo responsable e incluso coherente, algo que ahora me
resulta muy lejano, pues con 18 años no tengo ni un
poquito de la madurez que tuve cuando ni siquiera era un
adolescente. Muchas veces creo, al pensar en ese niño con
ansias de curiosidad, de oídos y ojos abiertos, con ganas de
aprender, que... aprendío demasiado de prisa. Muy pronto
resultó que la vida empezaba a
DOLERMEBook: El silencio hecho palabra - Jorge Brown
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